martes, 7 de septiembre de 2010

Frigorífico “Siracusa”- Interior- Día

[Riel, oscuridad, frio.

Se escucha a lo lejos el sonido de una media res que corre por el riel. De golpe, muy velozmente, gira por el codo del pasillo y llega directo donde estamos parados Carlos, mi padre, y yo. Mi papá ni bien escucha el ruido, me pone contra la pared, y me deja inmóvil. El sonido se acrecienta cada vez más hasta que llega el animal, hasta que alguien grita “va” cuando ya está por caer. Las 500 toneladas de carne chocan con otra que aún no había entrado a la cámara y cae al piso.

Luego aparecen unas risas de fondo y unos hombres que salen de la oscuridad del pasillo vestidos de blanco y manchados de sangre].

Para los matarifes, los despostadores, los que juntaban los huesos y separaban la grasa, esa escena era parte de los divertimentos cotidianos.

Cierto terror mezclado con adrenalina, como en el tren fantasma o en la montaña rusa, resultaba ser también un paseo para mí.

Las paredes estaban frías y oscuras, muy poca luz alumbraba los pasillos. Entrabamos a las cámaras, gigantes y recorríamos los pasillos internos donde estaban colgados los animales, cuatro veces más grandes que yo, en largas filas, casi infinitas. Algunos envueltos en estoquinete, una suerte de piel sintética, que aún recuerdo su olor y textura, otros simplemente “desnudos” “en carne viva”, con la forma de un objeto inerte pero aún peligroso.

El ambiente que recorría el frigorífico me resuena a lo que cuenta Echeverría en “El Matadero”, aquellos personajes jocosos y violentos, que lograban ser siniestros. Siempre tenías que estar en estado de alerta. Porque se armaban peleas: los despostadores trabajan de madrugada, muchos de ellos llegaban borrachos y tenían uno o varios cuchillos en la mano. Las bromas en los pasillos sucedían habitualmente. Quizás para soportar algo de ese mundo: el frío, la muerte, la sangre en sus manos, la carne, los cuerpos despedazados, ese olor entre lo vivo y lo que se está pudriendo, las tripas, las vísceras… Echeverría cuenta de esas mujeres “la chusma” a la espera de un pedazo que se cayera de las manos del carnicero.

“En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullía, caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las arpías de la fábula, y entremezclados con ellas algunos enormes mastines olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa.”(p.27)


m/i